El cielo no es azul, sino de un rojo vivo
Honoré Daumier pintó en 1848 La República, obra irónica donde se puede ver a una gran mujer protectora sentada en una especie de trono, alimentando a dos hombres-niños, uno en cada seno; cuadro de tonos tierra de siena que acentúan la rigidez de la escena, una especie de dureza de entrada en la concepción de un título como “La República”. Este se puede ver como una simple extrapolación, literal, de un Estado protector y “ciudadanos” con necesidades infantiles (y vitales). El contexto histórico en que Daumier pintó este cuadro se da en el mismo año en que se desarrollaban los acontecimientos de las dos repúblicas francesas. En la primera, (la cual se da en el mismo año en que se termina la pintura) se intentó sacar del poder a la alta burguesía, lo que llevó a una república muy autoritaria y conservadora. El alimento autorizado (o sea desde una autoridad) promulga, en el discurso, el intento de credibilidad protectora, sin embargo se encuentra en el cuadro un tercer hombre-niño que no recibe el alimento de la gran mujer, el cual lee un libro desconocido, un pequeño gesto de separación de la dependencia, ya sea por estar satisfecho o por querer separarse de la relación protectora (el cual, sin embargo se mantiene bajo las faldas del poder). En este sentido, lo mínimamente forzoso que escribo se da en la metáfora del artista Cristian Carrillo, el cual se (des)vincula con la lectura de la república en chile, pasando por una tensión (no necesariamente separativa) en la relación con la dependencia – principalmente política – de un país que deriva en Estado República y su subjetividad cruzada con aspectos del cristianismo, la cual puede extenderse a múltiples posibilidades de conclusiones y prejuicios. Intentaré, a través del deseo en el desarrollo de este texto, leer lo anterior, y hasta forzarlo desde tres puntos convergentes: Nación Estado / la subjetividad del proceso creativo privado / el estatuto de lo religioso como poder.
La lectura particular de la exposición Donde está mi Cielo Azulado viene desarrollándose con anterioridad desde el trabajo Retratos de Familia, en el cual, a través de un fragmento particular/personal de la familiaridad y el hogar que la acoge, toma 7 palabras que integra, como una especie de función biyectiva, a 7 momentos de cristo en la cruz. Esta representación de la crucifixión tiene de telón de fondo la bandera chilena. El criollismo entre lo religioso y la identificación nacional podría compararse con las ceremonias que se desarrollan en el sur de chile y con las de marcada pregnancia y prestancia en ritos nortinos. Sin embargo se diferencia de estas por el evidente intento de politizar el contenido que presenta, politización que nace desde el problema íntimo de su relación con la religiosidad que elige vivir. Aquí su criollismo particular, desde las funciones del hogar, las cuales vienen extrapoladas de la ritualidad católica, entran en tensión con el territorio nacionalizado y la pregunta de principio antropológico sobre que es esa nación que se pregunta así misma desde su cuerpo y el cuerpo mutilado de su propio cristo.
En la exposición que presenta este catálogo la bandera chilena continúa virtualmente en tres de las pinturas de bastidores invertidos, cada una con uno de los tres colores de la bandera. O sea, fragmenta la bandera en episodios que soportan el emplazamiento de algunas de sus vestimentas, las cuales son arrojadas en el inverso de la base de la representación pictórica. Acá no interesa la representación de sus vestimentas despojadas, sino la presentación alterada de las mismas como datos de un sistema “cuerpo del delito” sublimado por develar. Los alambres de púas cruzan parte de estas pinturas, cual corona de espinas cristiana, en metal, que divide y limita la concentración de una posibilidad de encontrarse o salir de las necesidades de una nación estado, de su leche materna, de la dependencia no deseada pero utilizada; ese lugar que aveces se le hace cómodo en las faldas del estatuto, pero que, sin embargo, concentrado o satisfecho, se ocupa de un texto otro, uno donde se satura la agresión de las coronas de espinas metálicas y se desnaturaliza un alimento criollo como la marraqueta o pan batido, poniéndolo en la “mesa vertical” (el muro) en un juego de guerra. Dentro de esa ficción de encuentro y separación, se pone en práctica un tipo de nostalgia natural de un cielo que se extrapola a maquinarias de poder estatista en un himno de alabanza al firmamento diurno(2) y su inmensa paleta azul no encontrada en las mínimas exigencias de Cristian Carrillo que se pregunta, a la par de la nación que se pregunta así misma: donde se encuentra ese cielo que me dice un “himno religioso” es azulado y no azul.
Samuel Toro C.
Investigador Independiente
de Arte y Cultura Contemporánea